Nunca supe como había llegado a ese punto. Estaba en un momento de mi
vida en el que podría decir, sin temor a equivocarme, que había alcanzado el
clímax. No había nada por encima que pudiera hacerme más feliz, al menos nada
que conociera, y sin embargo siempre me faltaba algo. No se trataba de un éxito
económico, laboral o personal, no estaba enamorado salvo, si acaso no es
demasiado alarde decirlo, del lujo que conllevaba mi trabajo. Algunos no lo
llamarían así, ya que era placer puro y duro, pero además se me pagaban para
que lo llevara a cabo de una manera impecable, profesional y discreta. Podía
decir que era la envidia de todos los hombres pero el tiempo y el esfuerzo que
me había costado, sin mencionar pesares y personas que se quedan por el camino,
no se lo desearía a nadie. Mientras subía las escaleras me detuve un momento
para observar la alfombra color Burdeos con remates y filigranas de oro, tan
elegantes como suntuosos, después mi mano se deslizó por la baranda de mármol y
mis piernas supieron que debían continuar el ascenso. En mis dedos sentí la
fría caricia de la piedra pulida que traía viejos recuerdos. Pensaba en los
momentos de esta vida que me habían llevado a ese instante preciso y precioso. Un
joven prometedor de 31 años que había probado más experiencias que muchos
hombres a lo largo de toda una existencia. Cierto era que había lágrimas y
sufrimiento en ese trayecto, pero todo lo que merece la pena no está carente de
ese aderezo, moneda que hay que pagar para llegar alto.
El fugaz pensamiento traído a la memoria desde un pasado no excesivamente
lejano se deshizo en la expectación de lo que me aguardaba más arriba. Bajé la
vista un momento para ver parcialmente el traje de chaqueta negro de un
diseñador mundialmente conocido, con camisa gris marengo y corbata violeta de
un brillo cercano al calor del vino. Los zapatos eran italianos, estilo que
merecía toda mi confianza hasta el momento. Me permitirán el gesto de no
mencionar nombres para no publicitar indebidamente aquello que no lo necesita. Como
decía, me había acomodado a los mismos gustos y había pocos que dieran con algunas
manías que había adquirido en los últimos años. En mi vestidor había de todo
para cada ocasión, pero siempre con estilo, ya que era una seña de identidad en
mi trabajo.
Aquellas escaleras del gran hotel de
la capital, cuyo nombre es de sobra conocido por propios y extraños, me
transportaban algunos años atrás cuando las subiera por primera vez, invadido
por una incertidumbre a la que todavía me costaba acostumbrarme. En ese pasado acababa
de llegar a Madrid y me sentía como un niño con zapatos nuevos. Una punzada
dolorosa en el centro de mi persona me indicó que no era el momento apropiado
para abordar ese tema, quizás nunca lo fuera. Llegué a la entreplanta primera
donde se situaban los ascensores y pulsé el botón esperando que el elevador me
llevara a ese destino tan esperado. Todo el lujo que me rodeaba a veces pasaba
desapercibido ya que mi atención se fijaba en los detalles más minúsculos e
insignificantes, aquellos en los que ningún hombre repararía al no ser que se
tratase de su trabajo. La conjunción, el acabado, remate y contraste calculado
de tonalidades era sublime. El glamour de los muebles del recibidor, restaurados
aunque de corte añejo me transportaba a otras eras de la historia en las cuales
la alta nobleza del país departía sobre asuntos de estado y otros de menos
calado. Desde aquella balaustrada dorada y a esa altura aquella estancia
cobraba dimensiones palaciegas dignas de cualquier castillo de renombre. Yo
mismo había soñado con algo así algún día, aunque ahora estuviera fuera de mi
alcance y de mi gusto práctico. Sonó la campanita que indicaba que el ascensor
había llegado. Me giré mirando al ascensorista con complicidad. Ya lo conocía
de otras veces y se diría que me tenía en alta estima, cosa en la que tenían
que ver las propinas generosas que recibía por hacer su trabajo. Subí a la
quinta planta respirando hondo y fijándome en la filigrana de la madera del
elevador, de un dorado que destilaba en cierta manera soberbia. El espejo
rematado maravillosamente en un marco dibujado con motivos ornamentales varios
era exquisito. No sabría decir cómo se llamaba ese trabajo, pero con la polivalencia
de la palabra arte me quedaría corto.
El pasillo enmoquetado de
terciopelo, notando al caminar el mullido silencio de los zapatos, me hacía
sentir ligero. Los apliques de las lámparas parecían de oro y la luz que
derramaban estaba tan estudiada que daba la sensación de ser casual. La
habitación 534 aguardaba expectante al invitado esperado. No era una suite,
como había acostumbrado en otras ocasiones, porque con la persona que me
aguardaba en su interior no necesitaba más lujos que el de la buena compañía. Además
el encuentro debía ser discreto y para lo que pretendíamos tampoco había
necesidad de ostentar más de la cuenta. Nadie debía percatarse de que ella
estaba allí y nadie debía saber que mi presencia se debía solamente al puro y
mero pasatiempo del placer con tan alta dama.
Golpeé levemente la puerta con los nudillos y esta cedió unos
centímetros. Había previsto mi llegada y la curiosidad de saber cómo me estaría
esperando producía verdaderos estragos. A pesar de las muchas experiencias
vividas con ella, aquel momento siempre era nuevo y excitante. Con el cuidado
de quien cree poder romper una bajilla entera con un movimiento en falso empujé
la puerta. Pasé con precaución y observé cada detalle de la estancia sin
detenerme un segundo completo en el materialismo decorativo. Cerré tras de mi
con el mismo sigilo que había tenido al entrar. Las cortinas magníficas, la
mesa de escritorio de madera vieja y barniz nuevo, el armario vacío con
acabados excelentes, empotrado en la pared con las puertas de corredera donde
se apreciaban motivos artísticos. No podía describir como se merecería cada
rincón de la habitación, así que no me molestaría en intentarlo.
Cuando me giré hacia la cama allí estaba ella, tendida
como la gran dama que era y completamente desnuda, como la atrevida amante que
solo yo conocía en plenitud. Su cuerpo no podía disimular la edad que, sin duda
alguna, la hacía más atractiva. No tenía apenas grasa y las arrugas estaban muy
localizadas. Los pechos algo caídos, poco para los años y los hijos que había tenido.
Su cabello castaño liso y largo caía sobre estos tapándolos parcialmente. La
línea de sus caderas dibujaba un horizonte y al trasluz su monte de Venus
quedaba oculto por una sombra que le daba ese aire de misterio que tenía y
quería descubrir. No obstante lo más penetrante de su hermoso cuerpo era su
mirada, felina y sabía. Un brillo que siempre tenía, aún no he conseguido
averiguar cómo, la hacía tan especial como irresistible. Su sonrisa calculada
al milímetro, sin ser demasiado abierta o demasiado incómoda, conseguía que
quisiera provocar orgasmos de risa en ella.
-
Mi querida señora. ¿Cuánto tiempo hace?,- pregunté
dejando el abrigo que había llevado doblado sobre el brazo izquierdo en una
silla cercana.
-
Demasiado sin duda, querido. Te he extrañado en las
largas y frías noches de Londres.
-
Pero ya estás de vuelta por fin. Olvidar será la
terapia que te regale hoy.
-
Lo necesito y se que lo conseguirás. Aunque se que
puedo estar segura de que tu no me has echado tanto de menos como yo.
-
Por supuesto que si. Nadie como tú sabe deleitarme con
placeres tan exquisitos como la conversación culta y sabia de una gran dama, de
esa forma el deseo de los cuerpos se ve elevado a la enésima esencia. Disfruto
infinitamente más contigo, que con otras mujeres más jóvenes y enérgicas.
-
Me alegra oír eso. Tus palabras acarician mis oídos y
ensalzan mi ánimo. Siempre consigues excitarme con la sola cadencia de tu voz. Me
haces sentir tan culpable como satisfecha.
-
Nada hay de malo en buscar el consuelo de los cuerpos y
amar a quienes amamos. Y con un susurro al oído…,- dije acercándome hasta este
y dejando caer un par de palabras adecuadas que consiguieron un estremecimiento
en su piel.
-
Eres demasiado perfecto para ser de una sola mujer, lo
tuve claro desde la primera vez que te vi y sin embargo, a pesar de que no
confiaba en ti, fuiste fiel.
-
Sigo siendo fiel ya que mi corazón nadie más lo tocó.
-
Olvidemos por unos momentos ese pasado. Deja que te
acomode para que te sientas más a gusto.
Ella se levantó y frente a mi, mientras nos mirábamos
sin a penas pestañear, fue despojando cada uno de los atuendos que me vestían y
estorbaban, por muy caros que fueran. Ese ritual que repetíamos una y otra vez,
sin descanso y con la paciencia precisa, se había convertido en necesario y más
excitante que cualquier otro preliminar. Su aroma, tan embriagante, su
respiración, que por momentos se aceleraba para sentir una bocanada profunda,
que pretendía calmar su urgencia por acabar, era la puerta entre abierta que
desvelaba su verdadero estado de excitación. Su pelo, que aunque teñía sus
canas dejándolo en su castaño natural, la hacía más irresistible, me ofrecía el
roce de la seda siempre evocadora. Ella me despojaba de todo y lo dejaba
perfectamente doblado en el galán que se disponía en mi lado de la cama, ese
que hacía tiempo habíamos acordado. Ni una palabra enturbió el ritual. Nos
conocíamos bien.
-
Querido, cada día estás más apetecible. ¿Cómo no caer
en tus brazos que son las redes de la pasión?
-
Cae mi señora, pues tuyas son estas redes que se
prestan para darte el mayor de los placeres que hombres y mujeres pueden sentir
en compañía.
-
Abráceme, hazme sentir la fuerza y la dulzura como tú
solo sabes, y no estropeemos el momento con palabras que pretenden embellecer
lo que es bello en el silencio.
Hablaron entonces las respiraciones, los cuerpos, los
sonidos de cada uno que nos transmitían la verdad que nos delataba. Tumbada en
la cama la fui recorriendo plenamente, sin osar dejar un solo resquicio de piel.
Había aprendido hacía tiempo a conocer los puntos en los que cada mujer gusta
de recibir atenciones. Las articulaciones eran fuente de placeres, mas no todas
disponen de la paciencia para disfrutarlos. Los propios dedos podían arrancar
orgasmos si eran tratados con destreza y su dueña se abandonaba. Preparé el
camino sin prisa, deleitándome con la piel tersa de una mujer de 50 años que
anhelaba juventud y aceptaba su madurez. La admiraba profundamente más allá de
lo que pudiera admirar a cualquier mujer. Era un ejemplo de vida, de coraje, de
tesón y voluntad, así como de resistencia y resignación. Conocía su historia
como pocos lo habían hecho y, aunque me la llevara conmigo a la tumba, ella
moriría tranquila sabiendo que había tenido en quien confiar. Se diría que la
amaba, si yo pudiera albergar tal sentimiento. Ella era la persona más cercana
a eso que antaño me atrapara y que había conocido por un corto periodo de
tiempo. Ella le daba sentido a una vida que en ocasiones carecía de alicientes
por más que sintiera placer y felicidad y me sobraran comodidades y lujos. Así
que la amé esa noche como yo solía hacer. Me di por entero con la delicadeza
del que ama, con la pasión del que desea, con la precaución y el valor del que
conquista y con el fervor del que busca algo más allá del simple acto sexual.
-
Quizás me hago mayor para tantas horas de amor,- dijo
alzando la cabeza de mi pecho y mirando con admiración un rayo de sol, que
colándose entre las cortinas, iluminaba mi torso.
-
Mientras me desees me tendrás, lo sabes. El tiempo que
quieras o que puedas, seré tuyo.
-
Siempre dije que eras demasiado bueno conmigo, ¿Por
qué?, nada te obliga ni te ata,- la curiosidad se reflejó en su mirada por un
instante. Después pareció hallar la respuesta sin siquiera necesitar que yo
contestara. Un segundo de decepción fue sustituido por agradecimiento-. Fue por
ella,- agachó la cabeza y después se giró dándome la espalda. Había conseguido
ver demasiado brillo en sus ojos y eso solo significaba una cosa.
-
No llores,- dije girándome y abrazándola.
-
No es bueno, así lo pensaba hace tiempo y no hice
caso,- noté humedad en mi mano al acariciar su mejilla.
-
Y me alegro de que no hicieras caso. Pudo ser diferente
pero no lo fue. Todo ha transcurrido así por algún motivo que no quiero
comprender. Lo he superado, aunque se que nunca olvidaré, y cada día la
recuerdo y creo verla venir hacia mí.
No pude evitar que el llanto acudiera también a mis
ojos. Ambos silenciamos nuestros corazones y los dejamos llorar pretendiendo
dar rienda suelta a sentimientos que estaban escondidos en algún rincón al que
no accedíamos con facilidad. No se si pasaron minutos o llegamos a la hora. De
pronto estábamos serenos y tranquilos y el llanto había quedado reflejado en
los ojos inyectados en la sangre de la emoción.
-
Ha sido la última vez que nos amamos. Es la despedida
que tanto tiempo he deseado, he temido y he aplazado. Seré tu amiga para lo que
te haga falta. Dejaré que sigas con tu vida sin molestarte. Solo prométeme que
intentarás sentir de nuevo.
¿Qué era lo que me estaba diciendo? Sus palabras
necesitaban tiempo para ser asimiladas. Sabía los motivos de sobra y el tratar
de preguntarme por ellos solo conseguiría un dolor de cabeza innecesario. El
silencio se extendió hasta que no pude soportarlo más, debía contestar y la
inseguridad que me daba aquel cambio de situación no la podía ocultar. A ella
no le podía mentir ni tampoco quería hacerlo.
-
No te lo puedo prometer, Isabel,- fue lo único que
logré decir. El golpe de su noticia había sido fuerte y había llegado hondo.
Se giró y me dio el último beso en los labios. Tierno
y dulce, casi como el de una madre. Después, la sola mirada me decía adiós. Se
levantó con su desnudez serena y limpia como la luz de la mañana que entraba
por el ventanal, cada vez más cálida por el sol en el horizonte. Se dirigió a
la ducha y cerró la puerta. Era hora de marcharme, aunque en realidad no quería
hacerlo. Cuando cruzara esa puerta estaría más solo que antes, a pesar de que
me hubiera ofrecido su amistad y su consejo. No obstante la vida era una serie
de momentos que había que acatar sin más remedio, ya que no dependía de la
voluntad de uno, sino de las necesidades de otra persona que te importa más que
tu mismo. Quizás eso era el amor.
Me levanté y observé el dinero que ella había dejado
en el banco que había a los pies de la cama. Me vestí sin ponerme la corbata
que guardé en un bolsillo de la chaqueta. Más informal que cuando llegué, me
puse el abrigo sabiendo que haría frío al salir a la calle. No me encontré a
nadie en mi camino por el pasillo, cosa que agradecí. En el ascensor ofrecí un
billete de veinte al muchacho que me sonrió cortésmente, creo que mi gesto no
le agradó y evitó cruzar la mirada, aunque yo en ningún momento le presté
demasiada atención. Supongo que se dio cuenta de que mi estado de ánimo no era
el normal y prefería no molestar. Con la cabeza agachada bajé las escaleras
hasta el hall y crucé la puerta, un billete de cincuenta euros voló de mi mano
a la del portero. Recibí un agradecimiento entusiasmado por algo que a mi no me
costaba trabajo. Lo había cogido, sí, aunque aceptar su dinero no me hiciera
sentir limpio ni honrado.
Lo había cogido como lo hacía siempre porque de lo
contrario ella se encargaría de hacérmelo llegar. Siempre me pagaba y yo, con
ella particularmente, me sentía peor llegado ese momento de la despedida, por
que el pago era un adiós, un cierre de un acuerdo comercial y eso enfriaba
cualquier relación humana. A ella le haría lo que me pidiera gratis, con el
único pago del placer de hacerla feliz al menos durante unas horas. Pero ella
era demasiado íntegra y sabía que yo me dedicaba a eso y vivía del caché que
había adquirido con el tiempo y la experiencia. Tenía otros trabajos que me
habían conseguido gran fama, pero mi pasión era la de yacer con jóvenes o
maduras en lechos de hoteles a las espaldas de maridos, novios, padres,
hermanos o managers.